LA COSA PÚBLICA DE LOS ANIMALES
Los animales y las cosas… Lo cierto es que con frecuencia no resulta fácil distinguirlos entre sí. Camuflados, mimetizados, disimulando lo que son, simulando lo que no son -a veces roca, hoja, palo, arena-, no acaba uno de encontrar oportunamente la separación categórica entre ambos reinos, saturados como están en la actualidad de los afectos del hombre moderno, que siendo como son algo tan encomiable en principio, han resultado sin embargo al cabo insoportablemente pegajosos, hasta el punto de no poder apoyarnos en nada que no aparezca cubierto con una gruesa capa hasta su base. Untuosa pátina de humanización que se extiende ya hasta los límites de lo conocido. Bastaría recordar, como ejemplo, que hoy a la misma Tierra, antaño poco más que el escenario del furor amatorio y guerrero de los dioses, bajo el nombre de Pangea se le atribuyen inesperadas capacidades sensitivas, independientemente de lo racional y lo espiritual, como la de sentir, sufrir y, cómo no, estresarse a la manera moderna; e incluso se le sospechan reacciones a estos estímulos propios de la vida animada, como la incomodidad, el enojo o la autodefensa.
Antes no, antes uno tenía un perro, o un borrico y unas palomas, igual que se tenían aperos en la cocina y útiles en el taller, el arado o un aparato de radio. Lo importante era distinguir con claridad el valor sentimental otorgado a todos esos seres y enseres, cuyo nexo común era, en principio, un cierto grado de servidumbre con respecto a nosotros, mantener una relación de utilidad más o menos necesaria, pero antes que nada estar separados del afecto que cabalmente podía dársele a otro ser humano, sin que enturbiara tan magnífica relación la característica desmesura sentimental de nuestro tiempo, donde la antropomorfización desbordante y la proyección anímica sobre todo –antes que sobre todos- otorga ridículas formas de compasión frente a esa misma naturaleza, pura exterioridad sin conciencia que diría Kant, que en el presente, disculpen la coplilla que se avecina, presuntamente nos siente y presiente de manera vehemente.
Ay, qué lejos tanto trajín entre las cualidades y las figuras de aquella otra presencia de los espíritus en el mundo -mucho más sencilla e infinitamente más misteriosa- con que se manejó la humanidad hasta hace no tanto; yo diría hasta que tuvimos demasiadas cosas o hasta que todo empezó a aparecérsenos con un perfil reificado, casi como de instrumento u objeto. Aunque las cosas entonces también estaban animadas: pero animadas en su reposo silente, confiriéndoles su inaprensible contacto con el mundo vivo y animal una especie de alma, gracias a la cual conseguían además penetrar en la profundidad del mundo. De la montaña a las tabas de adivinación, desde el disco solar hasta el puñal de sacrificios, todo poseía, sí, un sesgo animalesco, un punto de contacto con esos seres indescifrables, pero en última instancia todavía accesibles, que las desviaba de ese otro distanciamiento, este sí que necesariamente radical, que separa por definición al hombre de las cosas; o dicho de otro modo: que pone en lugares separados al ser humano del Universo.
En la mediación que llevaba a cabo entre ambos, el animal ha cumplido siempre un papel anímico, casi de ánima, que como bien sabréis es algo específicamente humano. Esto es algo por completo extraño al género del cartoon (parafraseado por Miguel Ángel Fúnez con tanta insistencia en su trabajo, y en esta exposición representado con una serie específica), con el cual la modernidad expresa más bien, y de manera extrema, su no menos exagerada pasión por las metamorfosis frenéticas y la proyección antropomorfa más elemental.
Conque la esfera de lo animal y la de los objetos permanecieron durante mucho tiempo bastante cerca, sí, pero apenas entraban en contacto íntimo si no era para dar cuenta de esa arcana asimilación que podríamos definir como chamánica entre los componentes del espíritu y de las formas. Que ello se llevara a cabo, además, por vía del ornamento, es algo especialmente interesante –a mí me fascina el asunto-, pero sobre lo que aquí no vamos a poder detenernos. Porque para lo que nos interesa en el caso de Fúnez, baste recordar cómo, a medida que avanzaba la modernidad, lo de distinguir a los animales de las cosas empezó a convertirse en una tarea notablemente complicada. Para empezar porque, como os digo, las cosas, los objetos más exactamente, en algún momento de nuestra cultura empezaron a deshacer no sólo la profunda complicidad formal y anímica con los animales que había mantenido desde antiguo una ligazón por añadidura con el mundo del hombre (las patas del trono del rey podrían ser las de un león; mientras, el mango del cetro del líder espiritual la garra de un águila, o la empuñadura del arma del guerrero abría unas fauces crueles), sino que además los atributos morales y formales empezaron a poderse ver como independientes entre sí, evolucionando por separado. A continuación, y para complicarlo todo un poco más, no debéis perder de vista cómo a medida que la modernidad alcanzaba su forma más completa iba desapareciendo aceleradamente otra distancia esencial: la que mantenía a raya la imagen del hombre de la de los animales. Así empezó turbiamente a imponerse la sensación, la idea de que todo podía convertirse en cualquier otra cosa: las cosas en animales; los animales en personas; las personas en cosas… Y, claro, cuando esto empieza no hay quien lo pare.
El mundo de las cabriolas que pueden llegar a describir las pasiones y los cuerpos cuando no se atienden los unos a los otros es, como poco, inmarcesible, el puro desbordamiento; de hecho, resulta con sospechosa insistencia el escenario más apetecible para cierta modernidad desquiciada que hoy parece triunfante en el mundo de las imágenes, de la comunicación, de la publicidad y de buena parte del arte. En el origen lejano de este movimiento convulsivo tenemos a alguien con la gracia y la profundidad de J. J. Grandville. Sus grabados ilustrando la popular Vida privada y pública de los animales (París, 1968), me vienen a la cabeza cada vez que me enfrento con los collages de Fúnez que ahora se exponen en la galería de Ángeles Baños de manera individual por primera vez. En el universo de este grabador, lo humano, al borde de lo grotesco, es también la imagen reflejada de esos cuerpos que, salvajes o domésticos, tanto da, son ya una curtida civilización. Arrastrando tras de sí atributos propios y extraños, la fauna de Grandville recrea una suerte de humanidad paródica, con sus parlamentos y su crítica de las costumbres, que aspira a ser ejemplarizante para los propios lectores.
Veréis, reunidos en asamblea tras escaparse una noche de sus jaulas del Jardín Botánico, cansados ya de verse a la vez explotados y calumniados por la especie humana, apoyándose en su indiscutible derecho y en el testimonio de su conciencia, persuadidos de que la igualdad no debería ser una palabra vacía, los animales se constituyeron en asamblea deliberativa para pensar en los medios de mejorar su situación y sacudirse el yugo del hombre: “Se hizo un gran círculo: los animales domésticos se situaron a la derecha, los animales salvajes ocuparon un lugar a la izquierda, los moluscos se colocaron en el centro. Cualquier espectador de esta extraña escena habría comprendido que tenía verdadera importancia.” Pero lo más divertido –e interesante- del caso, como ocurre igualmente en las desconcertantes amalgamas biológicas de Fúnez, es que, siguiendo el modelo de los dioses de la antigua Grecia, los animales de los relatos que componen el libro se desean unos otros siguiendo el orden natural, pero también, y sin hacer remilgos, a otros de cualesquiera que sea la especie a la que pertenezcan los otros protagonistas. Así, un sapo puede quedar prendido por la inigualable, grácil belleza de una caballeta, mientras un pingüino recuerda su desafortunado amor por una gaviota. Es esta superioridad –superación- biológica, moral y emocional la fauna protosuerrealista nacida de la imaginación del francés, donde se demuestra su más claro antecedente con la de nuestro protagonista aquí.
Aunque para despedirme, también podría intentar abarcar a Fúnez con las palabras que Baudelaire le dedicara a Grandville en su ensayo sobre lo cómico y la caricatura: “En lo que a mí respecta, me asusta […] Cuando entro en su obra siento un cierto malestar, como en un apartamento en el que el desorden estuviera sistemáticamente organizado, en el que estrafalarias cornisas se apoyaran sobre el suelo, en el que los cuadros aparecieran deformados por procedimientos ópticos, en el que los objetos se hirieran oblicuamente por los ángulos, o los muebles tuvieran las patas por el aire, y en el que los cajones entraran en lugar de salir.” Ya lo veis, ¡la antesala del puro y duro surrealismo!
Ó.A.M. [Madrid, mayo de 2012]